miércoles, 15 de mayo de 2013


La sistematización de experiencias como estrategia de formación: hacia una práctica reflexiva

«Al escribir sobre lo que nos ha pasado iniciamos una nueva aventura... »

Por Beatriz Borjas

Centro de Formación e Investigación “Padre Joaquín"
Maracaibo, Estado Zulia.

En el campo de la sistematización de experiencias se presenta una variedad de escenarios: podemos sistematizar experiencias en las que no hemos participado de forma activa y eso nos exige buscar maneras para saber más de ellas entrevistando personas, leyendo materiales testimoniales que nos permitan reconstruir la trayectoria recorrida por las experiencias. Pero hay otro escenario posible: ya conocemos la experiencia porque hemos sido parte de ella y, en ese caso, en su reconstrucción, es importante explicitar lo que hemos experimentado como “autor” o “autora” a partir de lo que hemos recogido en notas, apuntes, fotografías, entrevistas a otros participantes, observaciones de eventos puntuales.
En este segundo escenario las intencionalidades pueden variar: podemos sistematizar porque deseamos ordenar lo que sucedió o porque queremos difundir la experiencia. Pero cuando nuestra intención es comprender mejor lo que pasa y adquirir un conocimiento de esa vivencia, entramos en una modalidad en la cual el mismo proceso de sistematización es una oportunidad para la formación del sujeto que sistematiza.

Sobre la experiencia
Si nuestra intención es sistematizar una experiencia en la que hemos participado para saber qué hemos aprendido, para explicitar conocimientos adquiridos, entonces nos tenemos que preguntar, en primer lugar, si la experiencia ha sido significativa para nosotros o nosotras, si ella ha tenido algún efecto en nuestra subjetividad. Desde esta perspectiva la experiencia es “algo que a uno le pasa, y, al pasarle, no le deja inalterado… le forma a uno, o le trans-forma o le de-forma” (Larrosa, 2003:589). Hay proyectos y situaciones que han sido significativos para las instituciones, pero, sus miembros no se han visto como participantes activos, y, por lo tanto, poco pueden haber aprendido de lo que ha sucedido.
Por otra parte, es importante precisar que toda experiencia sucede en un contexto histórico determinado que la hace posible y ella ocurre en espacios y tiempos particulares que convierten “los saberes de experiencia” en saberes particulares, relativos, que no siempre pueden generalizarse. Además, durante el transcurso de una experiencia se suceden acciones previstas o imprevistas que producen resultados o efectos sobre lo que ya existía; también durante el transcurso de la experiencia se establecen relaciones entre las personas que actúan, perciben, sienten, interpretan lo que va aconteciendo (Jara, 2006), por consiguiente, los saberes de experiencia son subjetivos, muy personales que dependen mucho de las personas concretas involucradas.

La narración de la experiencia
Para que esas acciones adquieran un orden, un sentido es preciso que la experiencia se convierta en una narración en la que los acontecimientos se articulen en una trama. Cada uno de nosotros recordará lo que ha acontecido según el impacto que ha tenido en nuestras vidas; a medida que recordamos vamos imaginando el orden y la coherencia que deben tener los acontecimientos dentro de nuestras vidas (“… el tiempo de nuestras vidas es, entonces, tiempo narrado; es el tiempo articulado en una historia tal como somos capaces de imaginarla, de interpretarla y de contar (nos)la” (Larrosa, 2003: 613).
En el momento de iniciar una experiencia venimos con expectativas, a veces traemos un proyecto o traemos ideas preconcebidas; visitamos por primera vez una ciudad, el primer día de clase, nuestro primer día de trabajo… surgen dificultades y, mientras pasa el tiempo, van sucediendo o vamos promoviendo situaciones que nos obligan a actuar, a cambiar de parecer, a justificarnos, a buscar soluciones a problemas.
Pero el relato surge cuando sucede algo imprevisto, algo que altera el curso normal de la vida, algo que nos afecta. La “gramática narrativa” consta de una historia que exige de un actor que actúa para conseguir un fin en una situación reconocible usando ciertos medios (Burke, citado por Bruner, 2003). Hay relato cuando surge un desacuerdo entre estos cinco elementos resaltados en negrita; al narrar lo que ha pasado, la secuencia temporal, los personajes, las situaciones van ordenándose alrededor de una “trama” que les va dando su significado.
A través de la narrativa vamos construyendo una realidad, una manera de ordenarla y comprenderla desde nuestra subjetividad. Como nos recuerda Bruner, en toda narrativa hay un paisaje exterior marcado por eventos y contexto, y un paisaje interior marcado por nuestras intencionalidades, emociones y sentimientos. Pero para que podamos narrar tenemos que desarrollar una capacidad de escucha, de atención que nos permite estar abierto a aprender de lo que estamos experimentando.
Bruner ha concluido que así como existe una manera de conocer regida por la tradición lógico-científica que llega a explicar y a predecir la realidad a través de procedimientos de verificación objetivos, también hay una modalidad de “pensamiento narrativo” dominado por el discurso de la práctica que expresa intenciones, deseos y acciones estableciendo conexiones y no divisiones entre los eventos porque lo que interesa no es el conocimiento formal, abstracto, explicativo, sino el razonamiento práctico (Bolívar, 2002).

El texto de la narración: escritura y lectura
Al escribir sobre lo que nos ha pasado iniciamos una nueva aventura, es la aventura de la escritura, porque comenzamos a verbalizar, a fijar en un discurso aquello que vamos recordando y ordenando en nuestras mentes. Este momento de la sistematización es importante porque nos permite leer y releer lo que hemos expresado en un texto. Al materializar en una hoja de papel o en la pantalla de una computadora la experiencia, tenemos la oportunidad de volver sobre ella para revisarla, para juzgar si realmente hemos dicho todo lo que teníamos que decir de ella en un momento determinado. Pasamos de escritores a lectores de nuestro relato y así empezamos a distanciarnos de la experiencia, a mirarla desde afuera para reflexionarla.
Muchas veces, por el miedo a la escritura, atravesamos muy rápido esta etapa. Sin embargo, si queremos que la sistematización de experiencias sea parte de un proceso formativo debemos detenernos mucho en el proceso de escritura, releernos. Hay que entrenarse para aprender a escribir bien, acostumbrarse a leer buenas narraciones que nos puedan servir de ejemplo. En los procesos de volver sobre lo escrito, Peña Borrero (s/f), un educador que ha llevado talleres de escritura con docentes nos refiere que “en las primeras lecturas, el centro de atención debe estar puesto en las ideas, no en la gramática o en el estilo. Lo que interesa es el pensamiento que empieza a manifestarse a través de esta prosa, seguramente pobre todavía desde el punto de vista formal, pero muy rica como medio para que el maestro reconstruya mentalmente su experiencia, se reconozca en ella, la examine y la valore en su justa medida, al tiempo que la hace pública, quizás por primera vez, ante otros” ).
Sin embargo, los primeros relatos son apenas la materia prima de lo que debe seguir. Es preciso que otras personas que nada saben de la experiencia lean lo que hemos escrito y nos den su opinión. ¿Han comprendido lo que hemos escrito?, ¿qué le falta al relato para que sea comprendido por otros lectores? También se sugiere que otros actores de la misma experiencia lean el relato y hagan sugerencias: ¿está recogido en el relato todo lo que sucedió?, ¿es el orden correcto?, ¿faltó algo?
A partir de nuestra relectura, de la lectura de otros a quienes la experiencia les es extraña o les es familiar, vamos reconstruyendo un nuevo relato más amplio, que incorpora otras voces y relativiza algunos eventos o les da un nuevo orden si lo creemos necesario.

Hacia una práctica reflexiva
Al ordenar, narrar y escribir la experiencia nos vamos dando cuenta si lo que esperábamos hacer se pudo hacer o si hubo un desajuste. Esto nos permite desarrollar una práctica reflexiva. Según Perrenoud (2007:50) “la experiencia singular no produce aprendizaje a menos que se conceptualice, vinculada a los conocimientos que la vinculen a algo inteligible y la inscriben en una u otra forma de regularidad”.
Por ello, una vez que tengamos al frente el texto de la narración enriquecido por las otras voces, continúa el proceso de reflexión sobre la práctica: tenemos que preguntarnos sobre los medios y recursos que utilizamos, si las estrategias fueron adecuadas, la programación de tiempo, sobre los riesgos, sobre la forma como nos organizamos, si tomamos en cuenta las expectativas de las otras personas. De allí va surgiendo, lo que en sistematización se ha denominado “las categorías de análisis de la práctica”. Es la reflexión la que nos permite establecer lazos de conexión entre los sucesos para adquirir un sentido. Dos personas que han vivido juntas una situación pueden relatarla de diferentes maneras porque quizá han experimentado emociones distintas y porque sus historias de vida filtran lo que les parece importante según en qué momento se encuentran en su ciclo de vida profesional y personal.
Se trata de ampliar la conciencia sobre lo que hemos vivido contrastando, confrontando con lo que otros opinan, con lo que hemos aprendido de autores que han escrito sobre el tema, pero siempre a partir de un relato en que hemos intentado ir de una “historia incompleta a una historia más completa y exigente” (Gudmundsdottir, 2005:66) de nuestro propio hacer, porque la idea es tomar conciencia de los razonamientos que sustentan nuestras acciones a fin de evaluar si logramos interpretar y adecuarnos a la situación y si logramos los fines que nos habíamos fijado.
Sin embargo, el relato no es suficiente para convertirnos en “practicantes reflexivos”; es preciso que nos “entrenemos” permanentemente en la reflexión de la práctica: aprendamos a dudar, a formularnos preguntas, a expresar estados de ánimos, a analizar situaciones concretas en espacios colectivos con nuestros pares. Los formadores, para entrenar en la reflexión, deben utilizar “motores de la reflexión” (Perrenoud, 2007), por ejemplo, sugerir a sus educandos que expliciten cómo enfrentan un problema, una crisis, se autoevalúen, rindan cuentas a terceros, debatan sobre un fracaso, sobre cómo luchar contra la rutina. Poco a poco, vamos aprendiendo a distanciarnos de nuestras propias prácticas y estaremos en capacidad de analizar actitudes, hábitos, sentimientos, saberes, representaciones que facilitan o frenan nuestro desempeño cotidiano y con ello estamos en capacidad de mejorar y transformar nuestras prácticas.

Bibliografía consultada:

 Bolívar, Antonio (2002). “¿De nobis ipsis silemus?”: epistemología de la investigación biográfico-narrativa en educación. Revista Electrónica de Invsetigación Educativa, 4(1). Consultado 8 de noviembre 2008 en : http://redie.uabc.mx/contenido/vol4no1/contenido-bolivar.pdf.

 Bruner, Jerome (2003). La fábrica de historias. Derecho, literatura, vida. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires.

 Jara, Oscar (2006). “Sistematización de experiencias y corrientes innovadoras del pensamiento latinoamericano. Una aproximación histórica. En La Piragua. Revista Latinoamericana de Educación y Política. No. 23 1/2006.

 Gudmondsttir, Sigrun (2005). “La naturaleza narrativa del saber pedagógico sobre los contenidos” en McEwan, Hunter y Egan, Kieran (comps). La narrativa en la enseñanza, el aprendizaje y la investigación. Amorrortu. Editores, Buenos Aires.

 Larrosa, Jorge. (2003). La experiencia de la lectura. Estudios sobre literatura y formación. Fondo de Cultura Económica. México.

 Peña Borrero, Luis Bernardo (s/f). “La escritura como una forma de reivindicar el saber del maestro de los maestros” (consultado 8 de noviembre de 2008). en http://www.oei.es/fomentolectura/escritura_reinvindicar_saber_maestro_borrero.pdf

 Perrenoud, Philippe (2007). Desarrollar la práctica reflexiva en el oficio de enseñar. Editorial Grao, Barcelona.

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